Los hongos se estaban por quemar. El olor a comida calcinada llegaba hasta el teléfono cuando un hombre de voz ronca me dijo a través de la línea: "Mañana no venga a trabajar, vamos a prescindir de sus servicios por tiempo indeterminado".
Eran las diez de la noche. Ya no me importó comer. Arrojé los champiñones consumidos en la bolsa de basura, que colgaba de la puerta del patio. Lavé la sartén de teflón con una esponja suave, la sequé con un repasador y la guardé en el canasto de las ollas.
Empujé la mesa contra la pared, acomodé las revistas de cocina en un costado y comencé a inflar mi colchón de camping en el medio del monoambiente. Regulares empujones de mis brazos contra el inflador hacían que mi cama apareciera ante mis ojos.
El reloj sonó a las 6:30 AM, me desperté sobresaltada y encendí la hornalla para preparar mate mientras me cambiaba. En el baño, frente al espejo, me pinté los labios y los párpados. Planché mi pollera del uniforme y de repente tomé conciencia de todo: no debía ir a trabajar. Me volví a acostar con pollera y todo. No me importó que se arrugara. Mi lápiz labial adornó de rojo la bombilla del mate hasta que se acabó el agua.
Me cambié de ropa, me puse un pantalón y salí. El día estaba nublado. La gente iba y venía de sus trabajos. Conocí seis plazas nuevas caminando en línea recta hacia ninguna parte cuando, de pronto, el cielo se oscureció. Estaba lejos de casa como para volver antes de que comenzara a llover. Entré en un bar. Pedí un café con una cucharada sopera de leche fría. Me trajeron también una macita seca. Con mis dedos logré hacer de ella un polvo regular y de un sólo color. El café se enfrió enseguida, pero lo tomé igual. Afuera la gente corría para protegerse de la lluvia. Alguien pasó riendo con la cara hacia el cielo y toda empapada. No me miró. Recorrí con mis ojos el ángulo de ventanas que daba a la calle. Pequeños carteles pegados en los vidrios anunciaban las promociones del día. Me detuve en uno pequeño que estaba junto a la puerta: "Se solicita ayudante de cocina".
Medité un momento mirándome al espejo que estaba en una pared enfrente de mí. Luego, me acerqué al mostrador y me ofrecí para el puesto. Mari, una mujer con la arruga del enojo en la frente, me preguntó qué sabía cocinar. "De todo" le dije, "los hongos son mi especialidad". "Está bien", contestó, "podés empezar a prueba hoy al mediodía. Te quedás una semana y después vemos". Después se quedó un momento mirando fijamente hacia la puerta de entrada. Luego se volvió sobre mí y me dijo: "Pasá, acá tenés un delantal, en la cocina preguntá por Segundo que es nuestro cheff, él te va a decir lo que tenés que hacer".
No volvió a mirarme. Le hice caso con actitud sumisa, como quien recién comienza un nuevo trabajo.
Segundo era un hombre extravagante y atractivo. Vestía con colores vivos y su delantal era a rayas amarillas y rojas. Me presenté y repetí las palabras de mi nueva jefa.
Con un "¡Carmencita!" me recibió amistosamente y me dijo: "¡Qué suerte que viniste a ayudarme, solo no doy a vasto! Lo primero que tenés que hacer es pelar las papas que están en ese balde".
El lugar era poco pulcro. Los utensilios se amontonaban en la pileta y nadie los lavaba. Me senté en una mesa (no había sillas) con las piernas abiertas y un balde vacío entre ellas. Comencé a pelar. Creí que necesitaría el resto del día para acabar con mi tarea, pero no fue así. En una hora todas las papas estaban sin piel.
Después me tocó lavar los trastos sucios y limpiar un poco. En el lugar vivían cucarachas, moscas y hormigas. Poco a poco traté de combatirlas.
Segundo cocinaba en inmensas sartenes de mango de madera, hacía bailar las verduras en la base circular y cantaba.
A medida que pasaban los días me sentía más cómoda. Las enseñanzas de mi amigo el "Cheff" me iban convirtiendo en una excelente cocinera.
Un día me sorprendió con un regalo: un sombrero de cocina color marrón. Tenía un tono más oscuro al salir del globo superior y caer hacia la base, que parecía un tallo. Cuando me lo ponía él decía que estaba más hermosa y me tomaba por la cintura para bailar.
Mari, nuestra jefa, estaba contenta conmigo y hasta me parecía que ya no se veía tan enojada como el primer día.
Las verduras volaban en mis manos junto al cuchillo que las tajaba en tiras delgadas. Segundo las colocaba en su sartén gigante y las salteaba combinando los colores más inimaginables.
En poco tiempo había aprendido a cocinar toda especie de carnes. Las sabía al horno, a la cacerola, a la sartén. Pero a mí, lo que más me atraía eran las verduras, con sus coloridas texturas.
A veces nos quedábamos cocinando fuera del horario que nos correspondía, a la dueña no le molestaba, nos veía entusiasmados. Las noches en que terminábamos muy tarde yo me quedaba a dormir en el salón, llevaba mi colchón y mi inflador en la mochila y armaba mi cama como si estuviera en casa. Mis días ahora tenían sabor y ritmo.
Una noche en que estábamos cansados los dos, Segundo me preguntó si me molestaba que él también se quedase a dormir. Yo le dije que no, y cuando la dueña se fue a su casa, nos preparamos una cena muy romántica. Encendimos velas y comimos sentados sobre el colchón. Esa noche dormimos juntos y el amanecer fue maravilloso.
Un día de vuelta a casa, entré en mi monoambiente y me sentí extraña. Todo se veía desordenado y sucio. Era evidente que en ese lugar ya no me sentía cómoda.
Decidí preguntarle a Mari si me podía mudar al bar. Al día siguiente le inventé que se me vencía el contrato de alquiler y no querían renovármelo. A ella le pareció bien. Pensó que así trabajaría más.
Ese mismo día, junté mi ropa, mis revistas de cocina y me mudé. Acomodé mis pocas pertenencias en un mueble antiguo que me cedió Mari. Se notaba que comenzaba a quererme y su actitud era propia de una madre. Con Segundo la relación iba cada vez mejor, se quedaba a dormir conmigo casi todas las noches. Incluso habíamos acondicionado la cocina para que el colchón quedara inflado permanentemente en un rincón.
Disfrutábamos de los más deliciosos manjares y yo comenzaba a engordar sin darme cuenta. A mi "Cheff" eso no le importaba y me comía a besos todas las veces que podía. En la cocina me abrazaba todo el tiempoo y como Mari nunca entraba allí, compartíamos ardientes encuentros entre los aromas de la comida que se preparaba al fuego. Él estaba loco por mí, aunque era extremadamente posesivo.
Un día me sentí como acorralada. Al terminar mi horario decidí salir a caminar sola. A pesar de que mis piernas se veían flacas, noté que todo mi torso superior había engordado y me sentí como un árbol de copa frondosa. Me costaba caminar. Con nostalgia di una vuelta por mi antiguo departamento. Todavía tenía las llaves de modo que pude entrar. Fue difícil pasar a través de la puerta por mi gran contextura. Nadie había ido por el lugar, a pesar de que ya no pagaba el alquiler. La mugre se había acumulado en todos los rincones. Había arañas en los techos y varios insectos voladores. Supe que nunca más volvería a ese lugar y me fui dejando la puerta sin llave.
De regreso al bar, noté que Mari ya se había ido. Sentí el olor a cebolla que Segundo estaba friendo en su inmensa sartén. Pensé que estaba preparando nuestra cena, pero yo no tenía hambre.
Al verme se acercó hasta donde yo estaba y comenzó a mordisquear a besos mis pechos abultados. Yo hubiera preferido que se alejara de mí, pero no tenía la suficiente fuerza como para separarme de él. Cuando comenzamos a sentir olor a quemado me liberó de sus brazos y fue a remover su preparación agitando el mango de la sartén. Yo me recosté en el colchón.
Segundo cortó zanahorias en delgadas tiras. Luego se acercó con su cuchillo y me tomó entre sus brazos. Me arrastró hasta su tabla de picar, yo pensé que necesitaba mi ayuda, pero me apoyó sobre ella y comenzó a cortarme en juliana. Mi cuerpo crujía como si fuese un hongo. Probablemente el hongo más carnoso que jamás se hubiera visto. Cada tajada me hacía cosquillas y yo no dejaba de reír.
Una vez que me tuvo completamente fileteada me arrojó sobre las cebollas que ya estaban en su punto justo. Luego esparció sobre mí las tiras de zanahoria.
Segundo tomó el mango de su sartén y nos hizo volar por los aires. Las partes de mi cuerpo bailaban al ritmo de su canto. Comencé a dorarme y a absorber el sabor de la cebolla. Me perfumó con sal, pimienta y unas gotas de limón.
Cuando el arroz estuvo listo, lo arrojó sobre mí y sobre las cebollas y nos mezcló con una cuchara de madera. Apagó el fuego y se recostó sobre mi colchón con la sartén en la mano. Poco a poco me devoró como si me besara. Ésa era la mayor manifestación de amor que él podía hacerme y yo lo comprendía muy bien.
5 comentarios:
REGRESE CON GANAS DE LEERTE Y QUE ME ENCUENTRO...
TALENTO POR TODAS LAS COMAS Y PUNTOS, LETRAS HECHAS DE MIEL Y SABIDURÍA.
NO ESPERABA MENOS.
yo no esperaba menos que tu visita...
;)
un beso!
Cuando vi algunas de tus fotos recordé que ya había visitado tu blog. Esto me encantó, digo por el texto manjares, su forma de ir al final me sorprendió como este. Muy bueno. Te recomiendo "los heliotropos" .
Gracias José... por la visita y la recomendación, ahí voy a buscar los heliotropos.
beso
Yo creo que en Argentina todas las mujeres tienen algo de cocineras. Y me doy cuenta que muchas cosas pasan por la comida. Se convierte en algo social, un asado en familia, una picada con amigos, una cerveza con los pibes, un mate con facturas con las chicas. Es todo así, la vida del argentino se puede ver toda relacionada con lo culinario. Me acuerdo hace poco que viajé ahi para ver unos departamentos en Buenos Aires y siempre que le decía a algún amigo que me acompañara a verlos, después íbamos a tomar un café, a merendar, o a cenar. No se los puede ver si no pasa algún alimento de por medio. Aunque tengo que admitir que no me disgustan tanto sus hábitos!
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