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lunes, 5 de mayo de 2008

Ecuación natural

Sabía que lo que buscaba estaba en una ecuación natural, pero que la matemática todavía no había podido descifrarla.

La luz se había cortado en todo el barrio y la oscuridad de mi casa no me ayudaba. Como siempre que me sentía confundida y asfixiada, salí a caminar.

Afuera, aunque la noche se había instalado hacía algunas horas, el cielo tenía su propia fosforescencia. Éramos pocos los que deambulábamos silenciosos, los demás permanecían encerrados dentro de sus casas por causas paranoides típicas de la gran urbe.

Caminaba sin destino, pero trataba de evitar los rincones más oscuros porque no contribuían a aclarar mis conjeturas.

Los minutos se caían en las alcantarillas junto a los perros extraviados y el efecto billar también me atrapó. Un hueco me tragó antes de que pudiera resistirme. El vértigo inesperado me impidió razonar.

Aterricé sobre una mesa larguísima y destrocé el arreglo de flores que había intentado decorar ese momento especial. Por un instante, los doce comensales me miraron tan sorprendidos como yo a ellos, pero luego todo volvió a la calma, a una normalidad extraña que no comprendía.

Una mujer mayor, de unos setenta años, sugirió que estaría más cómoda si me sentaba en una de las sillas. Observé el único lugar libre en la cabecera de la mesa. No pude negarme, sobre todo porque les debía una disculpa.

Enseguida alguien llenó mi copa con una bebida espumosa de frutas naturales. El brindis se organizó de inmediato: Por el misterio, dijo un hombre y todos rieron como embriagados.

Bebí sin pensar, la confusión había bloqueado todas mis ideas, mi cerebro ya no conectaba causas con efectos, ni concavidades con sus complementos convexos. Primero sentí un temblor en todo el cuerpo y después una especie de explosión dentro de mi cabeza. La sala se iluminó como si alguien hubiera disparado el flash de una cámara.
Volvió la luz, gritaron varios con entusiasmo.

La mujer que estaba a mi derecha me codeó con fuerza. La miré y noté que me hacía gestos como exhortándome a que hablara. De pronto, todos los demás se callaron y clavaron sus ojos sobre mi rostro aturdido.

Está en la piel, creo…, o en la saliva, comencé a explicar, o tal vez en la sangre, pero todavía no sé cómo vamos a traducir el mensaje.

Aaaah!, murmuraron todos. Mis palabras parecían adecuarse exactamente a sus expectativas.

Probemos, propuso un hombre vestido de blanco, que había dispuesto sobre la mesa una serie de herramientas quirúrgicas.

Primero raspó la yema de su dedo índice con una especie de gubia y extrajo restos de piel. Los colocó sobre un plato vacío y les arrojó encima un ácido blanco que había sacado de un frasco que guardaba en su bolsillo. Todos miramos el hilo de humo que se desprendió y que duró sólo un segundo.

No, no está en la piel, refunfuñó.

Otro hombre, de casi ochenta años, ofreció su saliva. Abrió la boca, bien grande, y sacó la lengua delante del que se jactaba de médico quien, con una cuchara de té, recogió la humedad que se había acumulado entre las encías debilitadas del viejo. Luego, colocó la cuchara encima de la llama de un encendedor. La saliva tomó temperatura y -otra vez humo-, comenzó a evaporarse hasta desaparecer por completo.
Nada. Ninguna huella siquiera que delatara el mensaje. Sólo quedaba una opción. Por un instante todos permanecimos en silencio y nos observamos.

Mi sangre, dije como guiada por un impulso exterior que me obligó a hablar, por una voluntad que desconocía.

El hombre de blanco tomó un bisturí y realizó un tajo longitudinal sobre mi muñeca izquierda. Dejé que las gotas cayeran al azar sobre otro de los platos.
Entonces ocurrió algo inexplicable. El mensaje podía leerse con facilidad en las letras rojas que, a modo de telegrama, impregnaron la superficie blanquísima del plato:

En los detalles está el misterio, se leía claramente.

Nadie se atrevió a decir nada más. Todos quedamos boquiabiertos y palidecimos por varios minutos. Se podía escuchar hasta el aleteo de las mariposas nocturnas. Luego, protegí el tajo con mi propia saliva y la hemorragia cesó. Entonces fui chupada por una fuerza superior que me sacó de allí como un tsunami y me arrojó contra el pavimento exterior.

Regresé a casa. Al entrar, encendí la luz y pude ver la existencia con una minuciosidad reveladora. Después miré mi brazo izquierdo y mi muñeca se encontraba intacta. Entre las infinitas líneas en las que se desplegaba mi piel nadie hubiera podido reconocer cuál era la grieta que se había abierto algunos minutos atrás en aquel lugar desconocido. Miré por instinto hacia mi mesa de luz. Allí descansaba una estatuilla de ébano con una figura casi irreal, que antes nunca había estado. Me acerqué y con temor la tomé entre mis manos; sólo entonces pude leer un rótulo tallado rústicamente en su base: El misterio está, otra vez, sellado.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Manjares

Los hongos se estaban por quemar. El olor a comida calcinada llegaba hasta el teléfono cuando un hombre de voz ronca me dijo a través de la línea: "Mañana no venga a trabajar, vamos a prescindir de sus servicios por tiempo indeterminado".

Eran las diez de la noche. Ya no me importó comer. Arrojé los champiñones consumidos en la bolsa de basura, que colgaba de la puerta del patio. Lavé la sartén de teflón con una esponja suave, la sequé con un repasador y la guardé en el canasto de las ollas.

Empujé la mesa contra la pared, acomodé las revistas de cocina en un costado y comencé a inflar mi colchón de camping en el medio del monoambiente. Regulares empujones de mis brazos contra el inflador hacían que mi cama apareciera ante mis ojos.

El reloj sonó a las 6:30 AM, me desperté sobresaltada y encendí la hornalla para preparar mate mientras me cambiaba. En el baño, frente al espejo, me pinté los labios y los párpados. Planché mi pollera del uniforme y de repente tomé conciencia de todo: no debía ir a trabajar. Me volví a acostar con pollera y todo. No me importó que se arrugara. Mi lápiz labial adornó de rojo la bombilla del mate hasta que se acabó el agua.

Me cambié de ropa, me puse un pantalón y salí. El día estaba nublado. La gente iba y venía de sus trabajos. Conocí seis plazas nuevas caminando en línea recta hacia ninguna parte cuando, de pronto, el cielo se oscureció. Estaba lejos de casa como para volver antes de que comenzara a llover. Entré en un bar. Pedí un café con una cucharada sopera de leche fría. Me trajeron también una macita seca. Con mis dedos logré hacer de ella un polvo regular y de un sólo color. El café se enfrió enseguida, pero lo tomé igual. Afuera la gente corría para protegerse de la lluvia. Alguien pasó riendo con la cara hacia el cielo y toda empapada. No me miró. Recorrí con mis ojos el ángulo de ventanas que daba a la calle. Pequeños carteles pegados en los vidrios anunciaban las promociones del día. Me detuve en uno pequeño que estaba junto a la puerta: "Se solicita ayudante de cocina".

Medité un momento mirándome al espejo que estaba en una pared enfrente de mí. Luego, me acerqué al mostrador y me ofrecí para el puesto. Mari, una mujer con la arruga del enojo en la frente, me preguntó qué sabía cocinar. "De todo" le dije, "los hongos son mi especialidad". "Está bien", contestó, "podés empezar a prueba hoy al mediodía. Te quedás una semana y después vemos". Después se quedó un momento mirando fijamente hacia la puerta de entrada. Luego se volvió sobre mí y me dijo: "Pasá, acá tenés un delantal, en la cocina preguntá por Segundo que es nuestro cheff, él te va a decir lo que tenés que hacer".

No volvió a mirarme. Le hice caso con actitud sumisa, como quien recién comienza un nuevo trabajo.

Segundo era un hombre extravagante y atractivo. Vestía con colores vivos y su delantal era a rayas amarillas y rojas. Me presenté y repetí las palabras de mi nueva jefa.

Con un "¡Carmencita!" me recibió amistosamente y me dijo: "¡Qué suerte que viniste a ayudarme, solo no doy a vasto! Lo primero que tenés que hacer es pelar las papas que están en ese balde".

El lugar era poco pulcro. Los utensilios se amontonaban en la pileta y nadie los lavaba. Me senté en una mesa (no había sillas) con las piernas abiertas y un balde vacío entre ellas. Comencé a pelar. Creí que necesitaría el resto del día para acabar con mi tarea, pero no fue así. En una hora todas las papas estaban sin piel.
Después me tocó lavar los trastos sucios y limpiar un poco. En el lugar vivían cucarachas, moscas y hormigas. Poco a poco traté de combatirlas.

Segundo cocinaba en inmensas sartenes de mango de madera, hacía bailar las verduras en la base circular y cantaba.

A medida que pasaban los días me sentía más cómoda. Las enseñanzas de mi amigo el "Cheff" me iban convirtiendo en una excelente cocinera.

Un día me sorprendió con un regalo: un sombrero de cocina color marrón. Tenía un tono más oscuro al salir del globo superior y caer hacia la base, que parecía un tallo. Cuando me lo ponía él decía que estaba más hermosa y me tomaba por la cintura para bailar.

Mari, nuestra jefa, estaba contenta conmigo y hasta me parecía que ya no se veía tan enojada como el primer día.

Las verduras volaban en mis manos junto al cuchillo que las tajaba en tiras delgadas. Segundo las colocaba en su sartén gigante y las salteaba combinando los colores más inimaginables.

En poco tiempo había aprendido a cocinar toda especie de carnes. Las sabía al horno, a la cacerola, a la sartén. Pero a mí, lo que más me atraía eran las verduras, con sus coloridas texturas.

A veces nos quedábamos cocinando fuera del horario que nos correspondía, a la dueña no le molestaba, nos veía entusiasmados. Las noches en que terminábamos muy tarde yo me quedaba a dormir en el salón, llevaba mi colchón y mi inflador en la mochila y armaba mi cama como si estuviera en casa. Mis días ahora tenían sabor y ritmo.

Una noche en que estábamos cansados los dos, Segundo me preguntó si me molestaba que él también se quedase a dormir. Yo le dije que no, y cuando la dueña se fue a su casa, nos preparamos una cena muy romántica. Encendimos velas y comimos sentados sobre el colchón. Esa noche dormimos juntos y el amanecer fue maravilloso.

Un día de vuelta a casa, entré en mi monoambiente y me sentí extraña. Todo se veía desordenado y sucio. Era evidente que en ese lugar ya no me sentía cómoda.

Decidí preguntarle a Mari si me podía mudar al bar. Al día siguiente le inventé que se me vencía el contrato de alquiler y no querían renovármelo. A ella le pareció bien. Pensó que así trabajaría más.

Ese mismo día, junté mi ropa, mis revistas de cocina y me mudé. Acomodé mis pocas pertenencias en un mueble antiguo que me cedió Mari. Se notaba que comenzaba a quererme y su actitud era propia de una madre. Con Segundo la relación iba cada vez mejor, se quedaba a dormir conmigo casi todas las noches. Incluso habíamos acondicionado la cocina para que el colchón quedara inflado permanentemente en un rincón.

Disfrutábamos de los más deliciosos manjares y yo comenzaba a engordar sin darme cuenta. A mi "Cheff" eso no le importaba y me comía a besos todas las veces que podía. En la cocina me abrazaba todo el tiempoo y como Mari nunca entraba allí, compartíamos ardientes encuentros entre los aromas de la comida que se preparaba al fuego. Él estaba loco por mí, aunque era extremadamente posesivo.

Un día me sentí como acorralada. Al terminar mi horario decidí salir a caminar sola. A pesar de que mis piernas se veían flacas, noté que todo mi torso superior había engordado y me sentí como un árbol de copa frondosa. Me costaba caminar. Con nostalgia di una vuelta por mi antiguo departamento. Todavía tenía las llaves de modo que pude entrar. Fue difícil pasar a través de la puerta por mi gran contextura. Nadie había ido por el lugar, a pesar de que ya no pagaba el alquiler. La mugre se había acumulado en todos los rincones. Había arañas en los techos y varios insectos voladores. Supe que nunca más volvería a ese lugar y me fui dejando la puerta sin llave.

De regreso al bar, noté que Mari ya se había ido. Sentí el olor a cebolla que Segundo estaba friendo en su inmensa sartén. Pensé que estaba preparando nuestra cena, pero yo no tenía hambre.

Al verme se acercó hasta donde yo estaba y comenzó a mordisquear a besos mis pechos abultados. Yo hubiera preferido que se alejara de mí, pero no tenía la suficiente fuerza como para separarme de él. Cuando comenzamos a sentir olor a quemado me liberó de sus brazos y fue a remover su preparación agitando el mango de la sartén. Yo me recosté en el colchón.

Segundo cortó zanahorias en delgadas tiras. Luego se acercó con su cuchillo y me tomó entre sus brazos. Me arrastró hasta su tabla de picar, yo pensé que necesitaba mi ayuda, pero me apoyó sobre ella y comenzó a cortarme en juliana. Mi cuerpo crujía como si fuese un hongo. Probablemente el hongo más carnoso que jamás se hubiera visto. Cada tajada me hacía cosquillas y yo no dejaba de reír.

Una vez que me tuvo completamente fileteada me arrojó sobre las cebollas que ya estaban en su punto justo. Luego esparció sobre mí las tiras de zanahoria.

Segundo tomó el mango de su sartén y nos hizo volar por los aires. Las partes de mi cuerpo bailaban al ritmo de su canto. Comencé a dorarme y a absorber el sabor de la cebolla. Me perfumó con sal, pimienta y unas gotas de limón.
Cuando el arroz estuvo listo, lo arrojó sobre mí y sobre las cebollas y nos mezcló con una cuchara de madera. Apagó el fuego y se recostó sobre mi colchón con la sartén en la mano. Poco a poco me devoró como si me besara. Ésa era la mayor manifestación de amor que él podía hacerme y yo lo comprendía muy bien.

lunes, 4 de junio de 2007

El regalo con rostro de cocodrilo

Cuando cumplí seis años, mi tío Pablo me regaló un títere pues me dijo que estos espantaban las pesadillas por las noches. Tenía cara de cocodrilo sonriente y dos manos grandes con brazos largos que podían manejarse gracias a dos palitos de madera. Su cuerpo era un tubo de tela verde con rayas verticales rojas. Enseguida le puse de nombre “Cocodrilichón”. Y a pesar de que tenía unos robustos dientes triangulares, no me asustaban porque eran de goma espuma.

Sin embargo, no me gustaba dormir con él sobre la almohada, prefería guardarlo en una caja de madera junto a otro títere más antiguo llamado “Señor loco”, que tenía pelo naranja y unas enormes ojeras verdes. Me aseguraba muy bien de que durmieran allí porque tenía la sensación de que en la oscuridad cobraban vida.

Una mañana, cuando desperté, observé que Cocodrilichón tenía la cabeza afuera de la caja. La tapa de madera parecía estar estrangulándolo y hasta creí percibir que una lágrima rodaba de sus ojos. Estaba seguro de haberlo guardado bien la noche anterior. Me acerqué con temor. Lo toqué con la punta de mi dedo y su cuerpo estaba inmóvil. Respiré hondamente y volví a guardarlo por completo.

Ese día no podía quitar de mi mente el recuerdo de mi títere fuera de la caja. En la escuela, la señorita me llamaba la atención todo el tiempo porque yo no me concentraba en las cuentas de matemáticas. Dos más dos es cuatro, pero en mi caso, un títere en la caja más otro dentro, no eran dos títeres guardados. La matemática estaba completamente equivocada. Cómo podía explicarme yo semejante contradicción. Durante toda la clase no hice más que garabatos sobre mi cuaderno. Una inquietud extraña se había apoderado de mí.

Las semanas siguientes fueron tranquilas. Mis títeres permanecieron inmóviles cada una de las noches. Durante todo ese tiempo renuncié a jugar con ellos. Temía abrir la caja incluso de día.

Todo venía bien hasta que un domingo vino de visita mi tío Pablo.

-¡Hola Mati! –me dijo mientras me levantaba en el aire y me acomodaba sobre sus hombros.

Después me hizo volar con los brazos estirados hacia delante y yo me moría de risa. Adoraba a mi tío Pablo porque siempre se estaba riendo. Pero más tarde, después de tomar la leche chocolatada con galletitas con forma de animales dijo algo que me paralizó:

-Mati, vamos a jugar con Cocodrilichón, ¿te parece?

Me quedé mudo y mi rostro debe de haber expresado terror porque me preguntó:

-Eh!, ¿qué te pasa? ¿No te gustó el títere que te regalé?

-Sssí –balbuceé.

-Ah!, ya me parecía –dijo –entonces vamos a jugar. Vamos a hacer una obra de teatro de títeres.

Aunque traté de impedirlo, tío Pablo me arrastró de un brazo hasta mi cuarto.

-Están ahí –le dije mientras le señalaba con mi dedo la caja de madera y me mantenía alejado.

Temía que sucediera algo inesperado o incluso que los títeres no estuvieran allí. Pero tío Pablo abrió la caja y los dos títeres descansaban inmóviles en su interior. Entonces me relajé y caminé hasta la cama donde me acosté boca abajo con las manos sosteniendo el mentón.

Delante de mí una obra maravillosa surgió como del encanto. “Ajaja, ajaja” hacía todo el tiempo Cocodrilichón y yo no paraba de reírme. Así me olvidé por completo de todos mis temores.

Después tío Pablo se fue y yo me aseguré de que mis títeres estuvieran bien guardados en la caja.

Mamá me dio un beso antes de dormir. Yo estaba muy pero muy cansado, toda la tarde de juego me había dejado agotado. Apagó la luz y pronto me dormí. Creo que estaba soñando que volaba sobre el cuerpo de un cóndor cuando algo rozó mi nariz y me despertó. La luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba de azul mi cuarto. En cuanto abrí los ojos vi, justo delante de mi cabeza, los dientes triangulares de Cocodrilichón. Iba a gritar cuando el Señor loco me tapó la boca con sus dos manos de goma espuma. Me sentía aprisionado y me cuerpo comenzó a temblar. Inmediatamente los dos ojos se me pusieron vidriosos de lágrimas.

-No te asustes –me dijo Cocodrilichón en voz muy baja.

En cuanto lo oí hablar mis ojos se abrieron como nunca antes. Mi asombro era infinito. El temor se interrumpió por un momento porque me encontraba completamente sorprendido.

-No tengas miedo, nosotros no queremos hacerte daño, sólo hablar de un asunto muy serio... –agregó mi títere.

Moví la cabeza de arriba abajo en un gesto de afirmación y esperé que volviera a hablarme. Hubiera querido contestarle con mi voz, pero Señor Loco no quitaba sus manos de mi boca.

-Mirá Matías, acá hay un problema, -comenzó a decir Cocodrilinchón con su voz áspera –la tapa de esa caja donde nos guardás es muy pesada y nosotros tenemos nuestra vida también, ¿no sé si me entendés? –preguntó por fin.

Asentí con mi cabeza. Luego continuó:

-Además, creo que en este cuarto hay suficiente espacio para los tres. Hasta podríamos enseñarte muchas cosas... –insinuó.

En ese momento, Señor Loco liberó sus manos de mi boca. Ya no tenía miedo. Incluso sentía que tenía frente a mí a dos nuevos amigos.

-¿Y qué me podrían enseñar? –pregunté con algo de timidez.

-Ah!, cada cosa a su tiempo. Primero tenemos que hacer un pacto. La caja tiene que quedar abierta durante la noche... –Cocodrilichón esperaba una respuesta y se lo notaba ansioso.

-Está bien –dije al fin –pero me tienen que prometer que no me van a asustar.

-Ajaja, ajaja –rió mi títere cocodrilo con una voz grave y fuerte –de eso no te preocupes, ya verás que podemos divertirnos juntos.

Cocodrilichón se metió entre mis sábanas y comenzó a hacerme cosquillas en las plantas de los pies con sus dientes de goma espuma.

-Jaja, jarajaja, jijiri –no paraba de reírme.

-Ya ves que no hay nada de qué asustarse... –dijo Señor Loco.

-Esta noche vamos a festejar –agregó Cocodrilichón y, de pronto, el cuarto se llenó de luces de colores. Mis dos títeres bailaban con una música de trompetas y tambores que me recordaba a la del circo.

La fiesta duró un buen rato hasta que Señor Loco comenzó a bostezar. Estaba agotado por las infinitas acrobacias que me había mostrado.

-Yo me voy a dormir –dijo con su cara demacrada de ojeras verdes.

Se dirigió lentamente a la caja y se dejó caer allí, inmóvil.

-Bueno, es hora de dormir –dijo Cocodrilichón mientras bostezaba– Matías..., es mejor que te acuestes también, mañana es la prueba de matemáticas y deberías descansar, ¡Buenas noches! – me saludó y se escabulló hacia la caja.
A partir de ese día la tapa permaneció siempre abierta. Casi todas las noches venían a jugar conmigo después de que mamá apagaba la luz. Entonces el cuarto se llenaba de colores maravillosos y esos juegos alegraban mis sueños. No recuerdo haber tenido miedo ninguna noche, de alguna manera me sentía protegido por mis dos nuevos amigos y jamás una pesadilla se apareció en medio de mi sueño. Por eso cada vez que venía mi tío Pablo le agradecía una y otra vez el regalo maravilloso que me había hecho. Él se ponía contento, aunque nunca imaginó porque yo estaba tan, pero tan feliz.

viernes, 9 de marzo de 2007

EL PRIMER SECRETO BIEN GUARDADO (cuento infantil)

¡Por fin había nacido mi hermano!
Salió como por un tobogán, cabeza abajo y, en ese momento, me acordé de cuando iba a la plaza.
A partir de ese día, todo fue distinto.
Desde el principio nos entendimos perfectamente. Yo lo miraba, me reía y él me guiñaba el ojo como si ya me comprendiera.
Pero hubo un día en especial que lo recuerdo muy bien porque sucedió algo que nos convirtió en inseparables: el día que Ulises comenzó a toser mariposas. Ése fue nuestro primer secreto en común.

Yo tenía cuatro años y Ulises dos. Mamá me pidió que lo cuidara mientras ella se daba un baño. Estábamos, entonces, los dos solos. Siempre pensé que aquélla no había sido la primera vez porque Ulises comenzó a toser sin sorprenderse en lo más mínimo.
En menos de cinco minutos el comedor estaba lleno de mariposas multicolores que se escabullían por la chimenea del hogar.
Yo trataba de atraparlas, pegaba saltos y extendía las manos, pero ellas eran muy astutas y se me escapaban... así me enseñaron que lo mejor era dejarlas volar como quisieran.

Cuando mamá salió del baño, sólo quedaban dos de alas enormes dando vueltas cerca nuestro. Y mamita nos dijo:
- ¡Miren las mariposas!

Y nosotros asentimos con la cabeza y nos quedamos sentaditos sin decir nada. Si hubiera visto lo que ocurría un momento antes... ¡qué sorpresa se hubiera llevado!, pensé.

Con mi hermano nos pasábamos el día entero jugando en el jardín y claro, siempre estaba lleno de mariposas ya que Ulises las tosía cada mañana. ¡Qué linda mamá!, pensaba que venían por las flores que ella cuidaba.

Y todo estaba tranquilo hasta que llegó ese vecino loco que no tuvo mejor idea que ponerse a cazar las mariposas que salían de nuestro jardín. Claro que siempre esperaba que cruzaran el límite de su casa. Se ocultaba con su red detrás del cerco de flores y cuando las tenía al alcance... ¡zaz! las atrapaba. Luego supimos que las colocaba insertadas en alfileres en pequeñas cajas de cristal que le vendía a los museos de ciencias naturales.

Yo no estaba dispuesta a permitir que continuara con esa masacre y mucho menos Ulises que las hacía nacer de su propia tos. Es lógico, él les tenía un cariño especial.

Este vecino se llamaba Horacio y era un grandulón peludo, por lo cual comenzamos a decirle el Oso Lacio para que nadie supiera de quién hablábamos.

Ulises me avisaba: “Ozoazio” y lo señalaba con el dedo, pero ese desgraciado ya se había escondido detrás de alguna planta.

El Oso Lacio cazaba las mariposas con una red pequeña que se había construido y entonces a nosotros se nos ocurrió hacerlo caer en su propia trampa.

Una noche, cuando mamá y papá dormían, nos levantamos con Ulises y pusimos en marcha nuestro fantástico plan.

Sabíamos que el Oso Lacio se levantaba temprano y que si veía mariposas a esas horas se volvería loco de emoción y se metería en nuestro jardín sin importarle nada.

Entonces construimos una gran red “atrapadora” de Osos Lacios. La malla tenía el tamaño suficiente para cubrirlo por completo. Una vez que cayera, nosotros, escondidos en nuestra casita de la palmera, tiraríamos del cable que dejaría caer la red sobre él y lo inmovilizaría. Pretendíamos darle el gran susto de su vida para que dejara de crucificar estos hermosos insectos de colores.

Todavía estaba oscuro cuando Ulises comenzó a toser mariposas. Tosió y tosió hasta que el jardín era una gran nube de alas de colores diferentes. El Oso Lacio pareció presentirlas y salió pocos minutos después.
Miró hacia todos lados y como no vio a nadie (nosotros estábamos muy bien escondidos) cruzó el cerco y se metió en nuestro jardín.
Daba saltos y atrapaba nuestras mariposas el muy descarado, pero poco a poco fue acercándose a lo que sería su fin, su escarmiento.

Cuando estuvo en el lugar preciso, Ulises y yo tiramos del cable y la red lo atrapó.
El Oso Lacio comenzó a gritar asustado y en seguida salimos corriendo y nos metimos en casa.

Mamá y papá prendieron la luz del jardín y salieron a ver qué sucedía. Lo encontraron llorando al grandulón, apresado en la red llena de mariposas y más asustado que cucaracha en un baile de gallinas.
Lo ayudaron a salir y el Oso Lacio corrió desesperado y se metió en su propia casa.

Nuestros padres nunca encontraron una explicación a lo que había ocurrido. Fueron a nuestra habitación y, Ulises y yo dormíamos como dos angelitos...

De esa manera, logramos nuestro objetivo: el Oso Lacio abandonó esa mala costumbre de cazar mariposas y a nuestro jardín no le faltaron, a partir de entonces, flores de variadas tonalidades y mariposas multicolores.